Primero me miran con agresividad.
Son los ojos sociales, los del Sistema. Me miden, cuantifican y califican. Quieren ver que más me pueden quitar.
Me escudriñan, a ver que escondo, que más revelo. Mórbidos, inquisitoriales.
Que me mantenga hincado, quieto, que no alce la voz.
Son los ojos de mis padres. Se exorbitan al observar el resultado de sus errores. Ojos con dientes afilados que buscan condenarme, cargarme la culpa de toda su maldita línea generacional.
Son mis propios ojos, que se asoman miedosos en los espejos del alma. Ojos deprimidos, confundidos, desesperados.
Entonces vomito hasta deshacerme por completo.
Y vomito más.
Luego me miran con compasión.
Se van calmando, sus pupilas se van dilatando. Se va la furia, se borra la saña.
Son los ojos del firmamento. Estrellas de colores que titilan sin aparente sentido.
Me sonríen. Sólo observan y sonríen. Me mandan calor de mil soles a mi cadáver que yace tirado. Trémulo. Friolento.
Son los ojos de los animales de poder. Son los Guías, los Maestros. El apoyo cósmico que me estudian. Me acechan sin intenciones de caza. Curiosos hermosos.
Son los ojos de mis ancestros que por amor murieron. Los maestros ascendidos, las cortes angelicales y los magos egipcios que me miran como su alumno más pequeño. Me hablan en mil lenguas y me enseñan diez mil cosas.
Son los ojos de Dios. Inmensos, omniscientes, inmensamente tiernos. Están en cada gota de rocio, en cada hoja, en cada sonido. Omnipermanentes. Estirando el tiempo, apretando el espacio. Soy la consciencia plena, el reflejo de su eterna expansión en mis propios átomos que se sacuden mostrando mi nueva forma.
Jaguar Negro
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